Reino Unido
El Tristan de Glyndebourne o la vejez del modernismo
Agustín Blanco Bazán
“¿Wagner, aquí? Sólo si ponemos a los espectadores en el escenario y la
puesta en la sala…” Así aniquiló Fritz Busch, el fundador artístico del
Festival de Glyndebourne, la propuesta del magnate John Christie de inaugurar,
en 1934, la pequeña sala contigua a su casa de campo con Maestros Cantores. Sólo en el 2003, y en la nueva sala pudo su hijo
cumplir este sueño wagneriano con el Tristán
e Isolda escenificado por Nikolaus Lehnhoff que ha vuelto a reponerse este
año.
El trabajo de Lehnhoff se enrola en la concepción artística de Wieland y
Wolfgang Wagner para el Bayreuth de postguerra, que propone un cuadro escénico
abstracto y de iluminación cambiante más una regie de personas severamente estática, literalmente apodada como
“estatuaria.” Con ello se pretendía no sólo ahorrar dinero en decorados sino,
fundamentalmente, combatir cualquier vestigio del 'Bayreuth Nazi' con una
estética modernista empecinada en disociarse de un pasado tradicional que había
que repudiar a rajatabla.
Pero ocurre que ya en el 2003, esta estética había naufragado en el todo-vale de un postmodernismo sin prescripciones dogmáticas o limitaciones experimentales. Es así que, en comparación con las revoluciones escénicas que ya habían introducido en Bayreuth Chereau y Kupfer para El Holandés Errante y el Anillo del Nibelungo, este trabajo de Lehnhoff nació viejo, aún cuando efectivo gracias a la sal con que él y otros discípulos de los nietos de Wagner sazonaban el principio estatuario: los personajes se movían poco, pero era precisamente esta escasez motriz la que permitía apreciar mejor ocasionales gesticulaciones, tan intensas como el fraseo vocal o el comentario musical: miradas y brazos o manos hieráticamente sincronizados con la partitura y el libreto podían hacernos temblar como explosión del huracán psicológico que fatalmente termina agotando a cualquier personaje wagneriano.
Porque en Wagner, literalmente, “la procesión va por dentro.” Y
esto vale más que nunca, para Tristán e
Isolda, una obra que el compositor ha bautizado simplemente como Handlung, ésto es, “Acción.” Así no más:
a secas. En esta acción no ocurre casi nada exteriormente,
porque todo se agita a través de la contenida neurosis de los personajes. Sólo
al final logra Isolda abandonarse a un amor transfigurado en un mar de entrega y
aceptación.
Es un mar que en las grandes interpretaciones logra envolver también al
espectador, algo que no ocurrió en esta reposición. En ella los personajes se
movieron como estatuas sin alma, con gestos que salieron más como mímica en respuesta a instrucciones del regisseur repositor y no como fruto de
la interiorización de cada personaje.
Es así que los cantantes trabajaron correctamente, pero sin mayor entusiasmo y
en general algo perdidos en medio de una escena que ignoró un precepto
fundamental: son precisamente las puestas abstractas las que requieren mayor
cuidado para desarrollar un movimiento escénico que permita comprender de donde
vienen y a donde van los personajes antes y después de su paso por la escena.
Si ello no ocurre, se pierde contacto con un desarrollo dramático de tiempo y
lugar que dé sentido a la abstracción. En este caso las entradas y salidas
salieron tan antojadizas como si aparecieran y se esfumaran por casualidad.
Y el marco escénico único de Roland Aeschimann, un cilindro de escalones movibles
que progresan en forma concéntrica hacia el fondo de la escena no hizo sino
empeorar las cosas, porque Stuart Skelton y Miina-Liisa Värela tuvieron visibles dificultades para
negociar los desniveles escénicos con sus masivas presencias físicas. Ambos cantaron
excepcionalmente bien, él con sólido timbre de Heldentenor y ella con emisión redonda y cristalina; pero traicionaron
una reticencia no solo perceptible en la falta de erotismo recíproco (cuando
ocasionalmente se abrazaban parecía como si estuvieran obligados a hacerlo)
sino también un fraseo que, aunque correcto, careció de las aristas necesarias
para punzar su significado a través de la masa orquestal.
Sin aristas también dirigió Robin Ticciati, un director de orquesta
talentoso pero aún poco experimentado en Wagner, que interpretó “de corrido” y
corriendo, sin esos sforzando,
pausas, o diferenciación cromática requeridos para dar vida a esta partitura. Por
ejemplo, el apoyo instrumental a la ira de Isolda o la tensa anticipación de la
entrada de Tristán antes de beber el filtro en el primer acto deben ser
expuestos sin apuro y con intensidad para lograr un adecuado contraste con las
explosiones sinfónico vocales que estas tensiones desata. Por ejemplo, ¿cómo
producir el exuberante vértigo de un dúo único por su glorificación de la noche
y el amor sin detenerse en la dialéctica que tan prolijamente desarrollan los
amantes para programar su deseo de muerte?
Mejor guió Ticciati a la excelente Filarmónica de Londres en el frenesí de
Tristán en el tercer acto, pero en ello incidieron los esfuerzos del mejor de
todos, Shenyang, que logró proyectar un Kurnewal convincente con
sólida voz y presencia física. Tanja Ariane Baumgartner logró cantar bien su
Brangania mientras transitaba con preocupación las escaleras circulares y Franz
Joseph Selig, cantó su Marke con similar corrección, pero decididamente como
estatua, un poco como si fuera el Comendador de Don Giovanni.
Enseguida de la cortina final de esta ultima función del festival de 2024, Gus
Christie, tercero en esta empresa exclusivamente familiar, encomió la dicha de
haber vendido un 98% de su capacidad de aforo en esta nonagésima
reedición de un Festival que se extiende sin subsidio público durante quince semanas. El
sueño del abuelo de presentar Maestros
Cantores pudo concretarse en el 2011 y el año próximo Glyndebourne llevará
a escena su primer Parsifal.
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